Naturalezas muertas … tan vivas

Creado: Dom, 02/06/2013 - 10:37
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Por: Frank Padrón
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Naturalezas muertas … tan vivas

¿Quién no atesora una de ellas, aunque sea modesta, en alguna pared de su casa? O al menos ¿quién ha permanecido indiferente ante su aparente frialdad, que sin embargo trasmite fuerza y vigor contagiosos? La naturaleza muerta o bodegón atraviesa la historia del arte con irregularidad pero tenaz permanencia, como si quisiera renunciar a la condición que su nombre indica.

Parte de una concepción religiosa específicamente asociada con la muerte que, con diversas variantes, vinculaba objetos personales y alimentos del difunto con su feliz tránsito a la “nueva vida”, por ello en el Antiguo Egipto se colocaban ambos dentro de las tumbas.

En el mundo grecolatino se han rastreado rudimentarios pero muy precisos diseños con objetos y animales, algo que prosiguió en la Edad Media, si bien como tema secundario ante el predominio de grandes motivos religiosos.

Es entonces, dentro de la gran revolución sociocultural y estética que significó el Renacimiento, que la naturaleza muerta adquiere un evidente protagonismo. La burguesía que, como se sabe, irrumpía como clase, comenzó a privilegiarla y, como todo aquello que en siglos anteriores (empezando por el cuerpo y la sensualidad) había estado prácticamente desterrado de focos artísticos, sale a la palestra.

Flores sí, pero con no menos fuerza, frutas en bandejas decorando las mesas, botellas de vino, conejos, perdices y peces a punto de ser preparados o ya servidos, elegantes o modestas vajillas listas para ser empleadas por comensales aun fuera de la mesa, y hasta banquetes completos, comienzan a irrumpir en la pintura renacentista y son el inefable Leonardo da Vinci,  Alberto Durero y Jacopo de Barberi, quienes descuellan con naturalezas muertas que pueden hombrearse ya con la pintura de “gran estilo”.

Pero la historia zigzagueante, aunque persistente de los bodegones, no se detiene: el barroco, ese otro gran movimiento artístico de los siglos XVI y XVII, continúa perfeccionándolo y dándole relieve; entre los pintores holandeses de los 800 se encuentran relucientes cenas que recuerdan las “mesas bufés” de hoy, cuyo protagonismo está dado por las reformas de la iglesia protestante, la cual había relegado la iconografía religiosa.

El antiguo bodegón griego se amplifica con escenas de mercado, utensilios de cocina y mucha, muchísima comida; más allá de Holanda, el género se populariza en Italia, mediante el pincel de sensibles mujeres aficionadas a la cocina, aunque fue el célebre Caravaggio quien llevó la naturaleza muerta a expresiones superlativas.

Colegas franceses parecen ignorar un poco el auge que tomó durante el siglo XIX la Historia en los lienzos y el revival que significó nuevamente el tema religioso, para continuar reflejando en sus cuadros flores, frutos, mariscos, aves y mesas prestas a meriendas, desayunos o suntuosas comidas.

Sin embargo, otros motivos centralizan la escena pictórica con mayor vehemencia, hasta que comienzan a decaer paisajes naturales y grandes metarrelatos del neoclasicismo. Es entonces cuando la  manifestación pictórica renace desde las manos experimentadas de Van Gogh, Gauguin, Goya…, como si el ave fénix fuera una de aquellas que yacían en hermosas bandejas.

 El siglo XX retoma la naturaleza muerta, que sigue más viva que nunca: nuevos matices y enfoques se mezclan a las vanguardias, a ismos de los más variados signos, pero los alimentos y bebidas que desde el cuadro invitan a los observadores a degustar con la vista, prosiguen.

Latinoamérica y Cuba no quedan detrás. En nuestra franja geográfica llegaron, obviamente, por vía española.

El especialista Máximo Gómez Noda nos aclara cómo “en la historiografía del arte latinoamericano existe una extensa lista de importantes artistas cultivadores del género”, y agrega que fue el poeta, pintor y escultor Manuel Justo Rubalcaba el primero de los cubanos que incursionó en el bodegón.

Según el crítico Jorge Rigol, el ilustre coterráneo “nos da en el siglo XVII la primera naturaleza muerta de que tenemos noticia en la historia de nuestra pintura. ¡Y qué naturaleza muerta!. Nada menos que con las frutas de toda América”. 

Desde el XIX el delicado gusto femenino diseñó expresivos bodegones: Dulce María Borrero, Margot Cabrera, María Pepa Lamarque o María Ariza fueron algunas de ellas, mientras grandes manos masculinas se dignan a aportar lo suyo: Leopoldo Romañach, Armando García, José Joaquín Tejeda… Rigol asegura que “no hay comedor de la clase media sin un cuadro de Gil García. Y para satisfacer a los menos adinerados se hace una tirada litográfica de cuatro de sus cuadros que asciende a la cifra sorprendente de 5 000 ejemplares vendidos íntegramente”. 

Avanzando en el tiempo, nuestras vanguardias acercan a una Amelia Peláez que a los motivos tradicionales del bodegón agrega el barroquismo de manteles y vitrales donde las gamas cubanísimas iluminan, uniéndose a Gil dentro de los más destacados cultores del género. Victor Manuel se  suma a ellos con paso firme, trazos que no lo son menos, y aquella sensualidad única que incorporó a la mujer cubana. Como se sabe, fue el pionero de un acercamiento a nuestras frutas con un sentido sensual y autóctono.

Y aunque durante los años 50 el bodegón no sobresalió en nuestro movimiento plástico dentro de la capital, en Santiago de Cuba sí hallamos continuidades y rupturas desde vigorosos pinceles que accionan (Reynaldo Pagán, Roberto Torres Lameda, Edgar Yero…). Desde entonces acá, no se ha detenido y encontramos personales y excelentes muestras en firmas que van desde Mariano Rodríguez, Carlos Enriquez y Fayad Jamis hasta Antonia Eriz, Angel Acosta y Arturo Montoto, pasando por Lam y Portocarrero, quienes desde la singularidad de sus estilos, activan y revitalizan el género.

Aunque en el nuevo siglo no hallamos exactamente una presencia destacada de la naturaleza muerta, ella no ha muerto en absoluto. De vez en cuando asoma desde el cuadro una que otra golosina, fruta o ave de corral en una adornada mesa o un simple plato, inquietando nuestra saliva y sobre todo, nuestra sensibilidad.

Recientemente el Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba tuvo el buen tino de montar, durante varios meses, una abarcadora y representativa exposición internacional de naturalezas muertas. Sobre lo apreciado (y degustado) allí, hablaremos en un próximo texto.    

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