Rescatar la memoria gastronómica es encontrarnos con nosotros mismos

Creado: Sáb, 29/12/2012 - 21:19
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Rescatar la memoria gastronómica es encontrarnos con nosotros mismos

Hay un programa televisivo de Venezuela en el cual continuamente visitan a personas en el campo, en lo más profundo del país, y a estas personas les piden que preparen, para los recién llegados, uno de los platos de los más importantes en cada uno de los Estados. Es un programa fascinante, sobre todo por ver la maestría de la preparación; observar cómo las personas manifiestan haber recibido de sus abuelos, de sus padres, de sus antepasados, recetas, y cómo ellos siguen todavía hoy utilizando los mismos elementos, y algunos que son muy preciosos al buen comer popular.

Lo importante es que esa comida popular, verdaderamente gurmet, como dirían los franceses, o exquisita, es la que apetece a todo el que llega a algún país, quizás apoyados en el antiguo lema de “adonde fueres, haced lo que vieres.” Y ese hacer es el buen comer.

Y hay países del continente y de distintas latitudes del mundo que tienen tan marcado el sello de su gastronomía, que sus viajeros no pueden prescindir, cuando se apartan de la tierra de origen, de sus condimentos y de los aderezos de sus platos.

Ejemplo sobresaliente es, por ejemplo, la comida italiana. Los italianos no soportarían viajar a ninguna parte donde tengan que prescindir de las pastas que, según la tradición, Marco Polo trajo de su largo viaje por la China y de su encuentro con Kublai Kan.

Eso, en el caso cubano, en la situación, en las circunstancias de Cuba, es más particular ya que, siendo una isla, un archipiélago, en medio de un Mar Caribe que es el Mediterráneo americano, las influencias gastronómicas vinieron de todas partes del mundo y de todos aquellos componentes que formaron, nutrieron y perfilaron la cultura cubana.

Hoy, por ejemplo, la gastronomía del Perú es un suceso universal, porque en ella se reúnen tres elementos: la comida indígena, la comida virreinal española y el buen comer de los inmigrantes chinos y japoneses. Y se formaron tres aspectos, que solamente pueden encontrarse a veces en Lima o en alguno de los restaurantes mundiales, presididos hoy por maestros de cocina peruanos. Me refiero a los platos del pescado, los platos del mar; la combinación de la tradición virreinal y la china produjo la chifa peruana, que es tan importante. Y muchos insisten y afirman que, fuera del Japón, solamente se puede comer verdaderamente comida japonesa en Lima.

Esa tradición, esa fuerza, como repito, en el Caribe y en el Caribe insular en el caso nuestro, quizás por la universalidad de las relaciones de Cuba y de los cubanos, agregó componentes. En una conferencia –que sí lo fue–, en un evento de turismo realizado en la fortaleza de La Cabaña, tuve el placer no de hablar, sino de recordar lo que comíamos en mi casa, en casa de mis abuelos, en casa de la familia, de los vecinos, y que definíamos como lo cubano. No era esa síntesis que tenemos hoy y que se reduce a tres o cuatro elementos.

Afirmaba entonces –y lo digo hoy– que, como los italianos con las pastas, los cubanos, cuando pasan algunos días ausentes de su tierra, manifiestan claramente que algo les ocurre, que algo falta, y es que a lo mejor el arroz está ausente.

Somos un pueblo arrocero, de tal manera que una de las cosas más comentadas de las modificaciones de los equipos electrodomésticos en las casas, fue la aparición de las ollas arroceras, por ejemplo, que todo el mundo quería porque reproducían la magia de poder hacer el arroz sin el papelito aquel de cartucho que le ponía mi mamá arriba, lo que se hacía cuando el arroz estaba al punto.

Claro que cada época tiene sus desafíos. Yo recordaba que, siendo también un Estado insular y compartido con otra nación, Haití, la República Dominicana tiene una gastronomía muy nacional, con mucha fuerza, a tal extremo que en los hoteles se da temprano el desayuno continental y el desayuno dominicano, consistente en toda una serie de elementos que para nosotros hoy son distantes, como por ejemplo incorporar los dulces en el desayuno, el queso fresco, digamos, los panecillos, las empanadas, el chocolate, todo lo cual reúne también antiguas tradiciones que ellos han sabido conservar, sobre todo por ser el primer territorio, la isla La Española, en esta latitud del mundo, que recibió el plátano, las primeras cepas de plátano, traídas de las Islas Canarias, en un largo recorrido desde África. Y el plátano era indispensable.

Yo me preguntaría: en este momento, en este día, ¿en cuál restaurante de nosotros se puede comer una crema de plátano? En ninguno. Sin embargo, no había cosa más deliciosa que una crema de plátano hecha como la recuerdo: machacando en el mortero las chicharritas fritas, pasándolas después por el papel para quitar la grasa sobrante e incorporar al caldo y, después, con alguna que otra presa, como se le llamaba, alegrar la posibilidad de encontrar un pedacito de algo dentro, como en el tamal en hojas, en muchos casos, y en una escuela de tamalería determinada, siempre se coloca adentro la sorpresa.

Hablaba en aquel entonces que del plátano salían cosas infinitas. He intentado en vano decir que los cubanos de mi generación y los que estén dispersos por el mundo, quieren comer siempre un machuquillo de plátanos con chicharrones –un fufú de plátanos, como se llama en otras partes–, y que aquí es totalmente imposible. Y a veces, cuando me presentan el resultado del pedido, no se corresponde para nada con la receta tradicional que incorporaba al plátano pintón el maduro, después los chicharrones, y se formaba, con el ajo y el mojo, un plato espectacular y único, que tiene un solo inconveniente: que hay que prepararlo, hacerlo y servirlo en el momento; porque hay que morterearlo en el momento y servirlo en el momento.

En Santo Domingo, que es un país al que quiero mucho, hay palacios del “mofongo”, que es como le llaman ellos a su versión del machuquillo; palacios, donde en vez del plato, se les coloca a las personas en la mesa un mortero de ácana o majagua, con su mazo, una taza con el caldo, la masa del plátano y el pozuelo con los chicharrones. Y uno mismo tiene que preparar la receta, y la va comiendo, y es comida popular.

La caldosa sustituyó al ajiaco. Sin embargo, el ajiaco fue definido como un carácter de la cultura cubana por don Fernando Ortiz, el gran sabio. Decía: “La cultura cubana es como el ajiaco”. ¿Y qué es el ajiaco sino la reunión de todas las viandas y de todos esos componentes formando una sola cosa? Sería imposible hoy por muchas razones.

A veces, me dicen los maestros de cocina: “Bueno, lo que usted pide no es posible, porque el puerco llegó en bandas y no tiene ni patas ni cabeza”. ¡Es terrible! Porque da la casualidad que la cabeza y las patas son dos elementos fundamentales en la comida cubana, y también en la caribeña.

Yo recuerdo que siempre iba al Panamá Caribeño, y tenía allí amigos que me daban la sorpresa de tenerme unas patas que preparaban como especie de seviche, que era una cosa verdaderamente maravillosa. Y se comía en Panamá y se come, aun en las mesas más refinadas.

Cuando les he dicho a veces a algunos panameños amigos: “Quiero esto”, se asombran muchísimo, porque dicen: “Óigame, eso es muy, muy, muy popular”. ¡Y cuántas cosas con la cabeza, cuántas con la cabeza!

No es posible en casi ningún lugar, solo en una casa de familia, comer algo como, por ejemplo, un rabo encendido. Yo me imagino que será tan difícil encontrar una vaca, que es más difícil encontrar un rabo, que es uno solo. Sí, es posible que ese sea el drama y que encarezca mucho el plato. Pero no hay cosa más sabrosa que una salsa preparada con rabo, y después un pan que tenga migas; porque hay otra especie de pan, en el cual nosotros nos hemos especializado –acepten la crítica–, que cuando se pica, se vuelve polvo por dentro. No, ese no sirve; el que sirve para comer con aceite, con ajo, con una pizca de sal, es el que tiene migas, que es el que se guardaba en un saquito, detrás de la puerta de la casa, porque el pan no se podía botar; tenía que besarse el pan y guardar lo que quedaba para hacer torrejas, que en España se llaman torrijas.

El haber colocado, por ejemplo, una venta de churros, causó sensación; porque los cubanos éramos churreros, y fundamentalmente los habaneros.

Era un período en el cual ganarse la vida honradamente suponía también, como en todo, un sacrificio. El tamalero tenía que llevar en la cabeza una lata de cinco galones, llena de agua caliente y con una tapa; y para evitar que se le quemase la cabeza, llevaba un redondel de tela y guano por dentro para apoyar la lata. Y esa lata tenía un pequeño hueco, y en el hueco había brasas encendidas. Y cuando alguien le decía al tamalero, que llevaba ahí 25 tamales en la cabeza: “Un tamal”, bajaba la lata, abría la tapa, encendía además, o sacudía para que estuviesen calientes las brasas, sacaba el tamal, y uno comía el tamal del tamalero.

El dulcero. El otro día casi le doy un premio a un señor que iba por la Plaza de San Francisco vendiendo sombreritos; aquellos sombreritos que llevaban a la puerta de la escuela, acaramelados, y que por dentro tenían un coquito. Un sombrero de bombín, en cuyo interior, roto el cristal del azúcar, estaba el dulce de coco.

Ahora, ¡qué difícil es comer! ¿Es que acaso consideran vulgar los restaurantes poner un buen boniatillo, o un flan de calabaza, o un buen dulce de fruta bomba verde? ¿Dónde se puede comer un dulce de toronja, o un dulce de cidra? ¿Dónde está? ¡Hay que buscarlo! ¿Es que acaso se extinguió el mamey de Santo Domingo, que era distinto y que daba un dulce verdaderamente espléndido?

Entonces hay un período también en que se pierde la imaginación, porque es tan grande la novedad, que se pierde la imaginación y la memoria.

Entonces la comida es la preocupación principal del hombre desde que emergió de las cuevas, desde que bajó andando y atravesó el Estrecho de Bering para ingresar en el continente americano, hace tantas decenas de miles de años. Y para conseguirla, no solamente la imaginó en las criaturas que pintó en las cuevas, sino que ideó armas para lograr derribar a los bisontes, a los grandes animales y a los ciervos, y poderlos comer.

Se dice, por ejemplo, que los romanos, que tenían pocos condimentos, comían mucho con la vista; y la vista era lo más precioso para ellos. El Oriente fue el que suministró en sus largas conquistas el placer de los condimentos. Todavía hoy, cuando se visita una plaza en el mundo árabe quizás lo más interesante sean los mercados donde se venden los condimentos. ¿Por qué? Porque no es un poquitico, no; están los sacos donde están las más perfumadas hojas del laurel, donde está el orégano, donde está el pimiento molido, donde está el azafrán, tan codiciado. Esos condimentos transformaron por completo el mundo de lo visual, e hicieron reinar el mundo del paladar, de una forma enteramente nueva, absolutamente distinta.

Y partir de esos cambios, aun de los descubrimientos americanos, quiere decir, de los de nuestra América, desde1492, se produjo una exaltación de la comida a partir de cosas nuevas que fueron halladas. En el mercado de México hallaron como moneda de cambio el chocolate, sin el cual hoy no pudieran vivir ni Bélgica, ni Suiza, ni Alemania, que lo elaboran; pero era el nuestro.

Hallaron de esta parte del mundo como novedad absoluta el maíz, que no se por qué en otras partes llaman grano turco, y que fue el que resolvió la alimentación del ganado, y también la nuestra.

Los mayas, por ejemplo, fueron una civilización basada esencialmente en el maíz, que se consideró además divino. Lo fue también para las civilizaciones del norte de América, lo fue también para las civilizaciones del sur. Pero en el sur se halló otra cosa diferente y maravillosa que mitigó el hambre de Europa, que fue la papa. En el Perú hay un instituto de la papa, porque son decenas y decenas de variedades diferentes que se siguen cultivando todavía y deshidratando en lo alto de Los Andes.

La falta de refrigeración obligó a crear allí el charqui, que es la carne secada que recuerda un poco a la cecina española, que salía del mulo y puede comprarse fundamentalmente en las zonas de España más frías y austeras, como Burgos; la cecina en algunos pueblos de la antigua Castilla, y en Cuba el tasajo. Por eso he insistido tanto, porque el tasajo venía de Montevideo, y para un pueblo donde una población llegó a ser en un momento determinado casi mayoritariamente africana, el alimento en el campo de caña era precisamente el delicioso tasajo y, también, desde luego el boniato, con su cola deliciosa que se llama boniatillo.

Pero encontraron, además, el tomate. Italia no podría condimentar hoy la pizza sin el pomodoro. Y fue el tomate de Centroamérica y de México. Así encontramos el maíz y el tomate, y el camote, la patata dulce, y la papa, y el chocolate, el cacao.

Todo eso recibió además un proceso en el tiempo. En Cuba, por ejemplo el maíz tierno, que todo el mundo esperaba en los barrios, y que se compraba por montañas en el mercado de Cuatro Caminos, era para hacer el atole para los niños; la nunca bien llorada maicena, que también es fruto del maíz y que se empleaba para hacer otro plato maravilloso: el majarete, ¿dónde está, dónde se puede comprar? Solamente por rareza y en homenaje a un visitante. ¿Dónde está una buena fritura de maíz dulce; dónde puede encontrarse un tamal en cazuela en olla de hierro hecho con maíz tierno y con cangrejo, o con cerdo, o con otras carnes? Solamente del maíz recuerdo entre nueve y diez platos.

El arroz con leche –“se quiere casar con una señorita de la capital”– los asturianos lo claman como suyo, porque llegó el arroz por dos vías al Caribe, cuando el bairio Nicolás de Ogando lo hace plantar por su experiencia española, que venía por Valencia desde el tiempo de los árabes, y para nosotros también por la vía de Filipinas, que es la vía de Japón y de China, que llega a Acapulco y pasa Veracruz y pasa La Habana.

Es por eso que es indispensable releer y estudiar la gastronomía cubana, es necesario. Como brasileños, dominicanos o mexicanos solamente me asomé al mercado de Tenochtitlán, pero si hay país de gran gastronomía es México. Pero allí, además, con una fuerza inusitada se incorpora a la gastronomía virreinal española la masiva presencia del comer indígena, que va desde las bebidas como el pulque, como el tequila, por ejemplo, con todas sus aplicaciones, hasta los saltamontes, los gusanos del maguey, el hongo del maíz, y todo lo inimaginable, que suele ser muy sabroso cuando uno se decide finalmente a comerlo. Sí, porque le sirven a uno de pronto una bandeja llena de grillo frito, y uno puede sentir cierto asco. Pero no, se parecen enormemente a los camarones, no se diferencian en nada, el sabor es riquísimo.

¿Y qué decir de los huevos de hormigas, que solamente son recogidos o colectados en una etapa determinada del año y que es el superplato gurmet? El super son los huevos de hormigas o el huitlacoche, del que ya hablaba, que es el hongo del maíz, que aquí se botaría con desprecio. Aquí se bota la cabeza de la langosta; los franceses y otras personas dicen: ¿pero, qué locura? Yo he viajado en un barco y me han dicho que están botando las cabezas mientras que ellos las recogerían para partirlas al centro y sacar el seso de la langosta, que es cosa tan rica –claro, ya sabemos que es una inyección en vena de colesterol y de todo lo demás, pero qué rico–, que se prepara con mantequilla y toda una serie de cosas más y se le echa después una pasta pero, claro, tiene que ser con cabeza fresca, no puede ser con una cabeza congelada.

Clamamos por cosas que desaparecen y que también eran propias del mercado, como es el cangrejo criollo, no ya el super gran cangrejo moro de Caibarién y de Sagua, sino el cangrejo de Cárdenas, por ejemplo, que amarrados en mancuernas en docenas se iba y se compraban vivos en el mercado porque esas cosas no se pueden comprar muertas. Por eso me decían muchas personas: No, que fulano se enfermó, y yo digo; ¿le vieron la cabeza al pescado? Porque es muy importante ver la cabeza del pescado; si el pescado viene con unos ojos hundidos que parece que lleva diez días trasnochando en fiestas no es posible comerlo, o si se le caen las escamas.

Ah, el escabeche, ¿dónde está? ¿Quién puede decir que tiene una cazuela de barro con un escabeche hecho con serrucho o con pichones de palomas, de torcazas o de rabiche y que va partir el escabeche? Ah, pero el escabeche no sabe de refrigeración; el escabeche solo sabe de los componentes que lo integran, y de estar cubierto con ese otro primor que es el buen aceite perfumado de oliva.

Entonces, no podemos prescindir de ninguna de las fuentes que alimentan nuestra gastronomía, no podemos prescindir. No podemos prescindir del arroz, que no es cubano, que es del Oriente, pero que es tan nuestro hoy como aquello. Todo es nuestro, y nada, en cualquier parte del mundo.

No podemos prescindir de ninguna manera del plátano frito. Ah, pero qué difícil es encontrar un buen plátano frito. Un grupo de cubanos inventaron en un laboratorio mental una cosa diabólica para convertir en maduro lo que es verde. Y entonces uno tiene que tener horror cuando ve algo que está madurado a la cañona. Es imposible, es absurdo; se mata la inspiración, se mata la originalidad, se mata la verdad. Entonces, un buen plátano maduro es una cosa maravillosa, o un plátano en tentación, o un chayote relleno.

El otro día, de un restaurante de Quinta Avenida, me enviaron como regalo lo que ellos han creado que se llama “Plátano para Oshun”, que es plátano maduro con miel de abejas, relleno además con picadillo. Bueno, una locura.

En Perú, por ejemplo, sirven la palta, que es como llaman al aguacate, picado al medio el aguacate maduro, y dentro, donde está la semilla, rellenan con atún o algún tipo de pescado, y es una combinación deliciosa.

En fin, ¿qué lecciones puedo darles a ustedes? Ninguna. Solamente añoranzas. Solo una amiga mía, Suyú, la esposa del pintor Roberto Fabelo, supo hallar la fórmula del fufú de plátano con chicharrones, y aún estando enfermo me traía el plato acabado de hacer y era una maravilla, a tal extremo de decir: “No se come nada más que esto que ha preparado la mano santa de Suyú”.

Trabajemos con la imaginación, no aceptemos la parte dura de la cuestión. A los niños, por ejemplo, nos encantaba la croqueta; pero no una ficción de croqueta en cuyo interior solo hay una pasta blanca saborizada. No: era la croqueta de carne, hecha con la falda que sobraba de la sopa, y que después se desbarataba y quedaban las hebras, y se le ponían los pimientos y las cebollas y después bien empanizadas.

Para quien como yo, tiene el encargo, a veces pesado, de dirigir también la restauración, que es también la restauración de la memoria, la memoria de la gastronomía es muy importante porque nos lleva a encontrarnos con nosotros mismos, y a preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos. Somos una cultura mestiza de la sangre y la cultura, y en nuestra mesa coinciden los pueblos de España, África, el inmenso país del Oriente, China, y otras novedades que se incorporaron, como, por ejemplo, la comida árabe. Comer un buen kibbeh, comer un buen jumus,comer algunas cosas que se comerían en alguna parte del Oriente desde Israel a Marruecos, sería también arteimportante.

Por eso vayamos a la especialidad; vayamos a lo particular desde lo general. La verdadera especialidad, tanto en el pensamiento filosófico, en las ciencias sociales, como en la gastronomía, nos obliga a mirar el mundo y después a descender, con los pies en la tierra, a lo nuestro. Y seamos capaces de preparar a los cubanos y a los que llegan de cualquier parte del mundo las cosas que desean.

Es un mito que alguien mirará con desprecio algún buen plato preparado. No es posible. Yo recuerdo que los camarones eran caros, pero había una institución: el camarón seco, ese que venía en sacos y estaba en las bodegas. Entonces uno compraba una libra de camarones secos y después por la noche los lavaba y los ponía en una cazuelita y, a la mañana siguiente, los camarones habían recuperado en gran medida su dimensión y un sabor particular. Lo primero que hice en una visita reciente a los Estados Unidos fue ir al Barrio Chino a buscar camarones secos, para recordar los que yo comía.

Vayamos de lo general a lo particular y trabajemos en una buena dirección para, sin renunciar a nada, lograr que la comida nuestra ocupe un lugar y un espacio de predilección en el buen gustar de los que vienen de cualquier parte del mundo y, en primer lugar, como digo, para los cubanos.

Hoy, felizmente, es cada día más posible que ellos vayan aproximándose a lo que hasta hace poco tiempo no era posible por condiciones económicas, por disposiciones obsoletas. Entonces cuando vengan hoy encontrarán ese placer, ese deleite.

Había traído de un hotel nuestro al que fui el otro día un lindo dépliant, donde venía una colección de helados. Cuando pregunté cuánto valía un coco glasé me dijeron que cinco CUC (moneda equivalente al dólar estadounidense). Y yo dije: “No, yo en la calle Obispo tengo un hombre que por 0.50 CUC es capaz de dar un coco glaséque es una maravilla, o una piña glasé como esos helados que hacían los chinos que no tienen leche y que eran helados de frutas que se hacían, por lo general, en una sorbetera”.

Entonces, busquemos las cosas donde están, y no las abandonemos. Yo me comí el riquísimo coco glasé y después lavé bien la jícara, la preparé, porque no hay cosa más sabrosa ni más delicada que tomar un buen café en una jícara de coco, aunque uno después se la lleve de recuerdo. Hay tantos millones de cocales en el Oriente de Cuba, que valdría la pena.

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