Amor y Gourmet

Creado: Mar, 01/03/2011 - 20:30
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Por: Prof. Manuel Calviño
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Cupido, «el hijo joven de Afrodita», según los griegos, o «Dios del amor», hijo de Venus y Marte, para los romanos, llevaba en su espalda dos tipos de flechas. Unas eran doradas y tenían plumas de paloma. Las otras eran de plomo y tenían plumas de búho.

El impacto de las primeras provocaba un amor instantáneo que acercaba a las personas. El de las otras, la indiferencia, el vacío, el hastío de la solitud.

Así quedaba en manos del pequeño y travieso Dios la unión o la desunión de una pareja. El amor une. La indiferencia separa. La desconexión perturba. La comunidad potencia.

Toda una cosmogonía del eros sustentada en el designio divino, en el azar, en el juego del destino.

El maridaje –enlace, unión adecuada, correspondencia– como destino inexorable del genuino acto de multiplicar los buenos sentimientos entre las personas y hacerlas andar juntas en una vida mutuamente enriquecedora.

El pensamiento moderno no resiste más que como mitología poética tales explicaciones. ¿Por qué se juntan, se atraen, conviven armoniosamente las personas? Se persigue un «recuerdo infantil perdido desde y para siempre», dicen algunos.

La percepción de similitud, subrayan otros: «la similitud favorece la aceptación mutua y la intimidad». Pero también el contraste por efecto de la complementación, «la media naranja».

La «propincuidad», el enlace de la cercanía física, de la familiaridad. Los cercanos se atraen. Al final «la química». La química del amor. Resulta que el verdadero enamoramiento se sustenta en la irradiación cerebral de la feniletilamina, un compuesto orgánico cercano a las anfetaminas.

El maridaje -armonía, conformidad, conjunción– como efecto del encuentro causal (y no solo casual) entre las personas que supone una suerte de buen destino bajo la luz de una regla de quien con quien.

Como piezas de rompecabezas las cosas en el mundo humano de los sentimientos y los placeres parecen hechas de manera relacional, sistémica. «Concavo y convexo» sentenciaba el Rey de la canción ligera brasileña.

Quién va con quién. Qué va con qué.

Un engranaje que tiene por misión potenciar las positividades de las partes y dar lugar una nueva aparición que no logra ser sencillamente desprendida de las peculiaridades de ellas. Y el mundo gourmet no es una excepción. Allá el engranaje de personalidades humanas.

Aquí el de personalidades de bebidas y comidas. Tras las huellas del buen beber y el buen comer se descubre un universo relacional que se focaliza también en «el maridaje», en la búsqueda de una conjunción de cualidades y potencialidades del vino (y no solo del vino) con los elementos constituyentes de la mesa horizontal: los manjares. Es buscar el amor que emparenta.

Y una caprichosa analogía, cantada con la sabiduría emocional de la poesía, nos descubre una pista: «El vino cuando se bebe / con inspiración sincera / sólo puede compararse / al beso de una doncella» (son las «Coplas del vino» del chileno Nicanor Parra)

El maridaje, de personas o vinos, tiene sus consejeros matrimoniales. La búsqueda de la «pareja ideal» puede ser asistida. Pero no hay dogmas ni reglas de irrenunciable cumplimiento. Hay, sobre todo, sugerencias. No hay caminos trillados. Aunque si experiencias reveladoras.

Atribuyen a Raymond Dumay, amante de la buena mesa y el buen beber, una sentencia atrevida: «El acuerdo entre vinos y platos abre la puerta al riesgo, a la aventura» . Todo se puede hacer y, sin embargo, no se puede hacer cualquier cosa. Estamos en dominio tenebroso del amor y hay que saber hasta cuán lejos podemos llegar.

El maridaje, como en todos los ámbitos de la vida tiene un instigador incuestionable: el deseo. Un dictaminador exigente: el gusto. Y claro, un juez parcial e irrenunciable: el placer. Luego vendrá la pasión, ese «aferrarse flexiblemente» a una experiencia enriquecedora que nace cada vez que se vive, que emerge nueva en cada reedición.

Y allí el maridaje, el amor, se consuma en un acto definitivo de fidelidad. Quedar vivamente poseído por una pasión. Eso es estar embriagado. Embriagado por una síntesis fulminante de quienes parecen hechos el uno para el otro.

Quién sabe si reside en esto el verdadero sentido de la sentencia de Antífanes: «Hay dos cosas que el hombre no puede ocultar: que está embriagado y que está enamorado».

Construir la suerte de encontrar justo lo que corresponde: un maridaje de amor. Un maridaje gourmet. Una eclosión de bienestar que anda atisbando a la felicidad.

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