Los antiguos cafetales francohaitianos: paisaje arqueológico de la humanidad

Creado: Sáb, 30/08/2014 - 13:31
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Por: Marta E. Lora Álvarez
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Los antiguos cafetales francohaitianos: paisaje arqueológico de la humanidad
Cuando Jean Baptiste Rosemond de Beauvallon, guadalupeño radicado en París, llegó por mar a Santiago de Cuba en 1841, después de un interesante y azaroso viaje a lo largo de la isla, se creyó transportado a Francia, no solo por la apariencia pintoresca de la ciudad, parecida a otras de este país, sino también por el idioma que se hablaba por las personas ocupadas en diferentes tareas en la bahía y zonas vinculadas al puerto. «…Y para completar la ilusión, desde que las piraguas de la villa abordaron nuestro barco, no se habló más que francés en torno mío. Era la primera vez en muchísimo tiempo que oía hablar la lengua de mi país. ¡Qué dulce música resuena entonces en el oído del viajero!» En esta primera impresión que recibió el visitante se evidenciaba la presencia de una cultura diferente a la criolla e hispana existente en la región oriental del país. Su fuerte influencia tanto en el lenguaje como en la economía, la música, la danza, la literatura, la gastronomía, la religión, el arte, la arquitectura, los gustos y las costumbres alcanzó el ámbito citadino y logró un énfasis extraordinario en la zona rural. La causa de este influjo fue el intenso proceso migratorio que generó el estallido de la Revolución Haitiana en Saint Domingue en 1791, desde finales del siglo XVIII, sobre todo en los primeros años del XIX, con el arribo de miles de franceses: militares, funcionarios, artesanos, comerciantes y hacendados, que viajaron con sus bienes y esclavos, unos, y otros con lo que llevaban encima y en ocasiones llorando la pérdida de amigos, parientes y hasta de su propia familia. Se establecieron fundamentalmente en Baracoa, Guantánamo y Santiago de Cuba, aunque algunos fueron a radicar a Pinar del Río, Cienfuegos, Nuevitas, etc. En Santiago de Cuba fueron bien recibidos por el gobierno de la ciudad e incidieron en el florecimiento de la economía de la región. Muchos se desarrollaron en el comercio de forma acelerada, otros establecieron escuelas de dibujo, bordado, música, idiomas, geografía, baile, piano, etc. Levantaron un teatro en la calle Santo Tomás y un café concert en las alturas de Loma Hueca al que se le dio el nombre de Le Tivolí, todo de la mayor aceptación por las diferentes clases sociales de la ciudad. Fundaron un barrio en la mencionada zona, al sur de la ciudad, y convirtieron la calle del Gallo en una arteria típicamente francesa. El desarrollo superior de los emigrados en relación a los españoles se evidenció en el arte, el comercio, la industria y en los diferentes órdenes de las costumbres y la cultura en general. Los que no se asentaron en la ciudad se internaron en la Sierra. Sobre todo estos últimos, eran antiguos administradores o propietarios de plantaciones, quienes compraron -mediante diferentes formas de pago- al francés don Prudencio Casamayor, lotes de diez caballerías que él había adquirido anteriormente en los territorios que abarcan El Cobre, Contramaestre, Dos Palmas, Gran Piedra y Ramón de las Yaguas. Los cafetales que se desarrollaron en ese territorio montañoso presentaban similares características, pero se distinguían sobre todo por el tamaño de las haciendas y el lujo de sus casas señoriales. Por varias referencias de la época y con el análisis de las evidencias arquitectónicas que han llegado a la actualidad, puede asegurarse que las haciendas cafetaleras constituyeron monumentos de la ingeniería hidráulica, vial, de la arquitectura doméstica y productiva, que revelan la maestría de los ingenieros, alarifes, carpinteros y mano de obra esclava. En su obra Cuba a pluma y lápiz, Samuel Hazard no deja de asombrarse de la elegancia y magnificencia de los cafetales orientales. Al referirse a los que visitó durante su viaje a Cuba en el siglo XIX contaba: «Después de los ingenios, los cafetales son los establecimientos agrícolas más importantes de Cuba, aventajando generalmente los segundos a los primeros en hermosa apariencia y cuidadosa labor.» La unidad típica de producción fue la finca de 10 caballerías con una producción media de 1 200 quintales de café y una dotación de 40 esclavos, aunque hubo unidades mayores que podían llegar a 30 caballerías y más, sobrepasar los 3 000 quintales de producción y con 100 esclavos de dotación. Cada hacienda cafetalera estaba conformada por cuatro componentes fundamentales: la red de caminos, la zona industrial, la zona habitacional (vivienda, almacén y jardines) y la zona agrícola. Generalmente poseía más de un dueño aunque solo radicase en él uno, que actuaba como administrador o propietario. Los beneficios eran repartidos en partes iguales. El batey constituía el núcleo de la plantación cafetalera, y formaba un imponente conjunto de casas, naves, secaderos y tanques para el agua, rodeado de jardines y vergeles. Las construcciones se agrupaban en diferentes terrazas siguiendo un orden lógico: la instalación industrial en la parte más baja cerca del arroyo y la vivienda del dueño en la más elevada, pero buscando la mayor cercanía posible de sus partes componentes. Algunos aspectos que se narran de la casa vivienda hacen imaginar el nivel de confort y el refinamiento que supieron llevar los franceses a las montañas: la existencia de chimeneas, enchapes de maderas preciosas cuidadosamente pulidas, gabinetes, salones de música y billar o biblioteca, persianas de madera de las llamadas francesas, etc., dándole a todo el conjunto un aire acogedor, el jardín de estilo italiano con naranjos y flores que aprovechaba con ingeniosidad los menores desniveles del terreno. La zona industrial contenía una serie de instalaciones que garantizaban la actividad productiva, dando respuesta al complejo proceso húmedo de beneficio del café. Por su carácter era la más elaborada desde el punto de vista arquitectónico y técnico-constructivo, ya que contaba con el batardó o represa, el acueducto industrial y doméstico, las albercas, los tanques de fermentación, los molinos, los tendales o secaderos y el horno de cal. La plantación de cafetos constituía la base económica de las haciendas y su razón de ser. Por lo regular abundaban en ella los árboles frutales que propiciaban sombra a manera de umbráculo al cafeto y a los cultivos menores de viandas y vegetales para el autoconsumo del asentamiento. A todo esto se incorpora el paisaje, una naturaleza paradisíaca que se interrelaciona con la obra del hombre. Lo que destaca es la adecuada y perfecta interpenetración, en la que el colono hizo sabio uso de ríos, arroyos y manantiales, de la accidentada topografía, de bosques y frutales para satisfacer las necesidades industriales y enriquecer su espiritualidad. Las crisis económicas mundiales que motivaron el abandono de muchas habitaciones cafetaleras y los embates de la guerra de independencia cubana que sufrieron otras, motivó la decadencia de las mismas en la segunda mitad del siglo XIX. A pesar de estos efectos devastadores muchos propietarios fueron capaces de reconstruir sus haciendas y con posterioridad a 1899, a inicios del siglo XX, hubo una nueva inmigración hacia los cafetales. Todo parece indicar que según avanzaba ese siglo fue incrementándose la reducción a ruinas de una gran cantidad de estas haciendas cafetaleras, así como la transformación de la actividad económica fundamental de muchas de ellas, lo que aceleró su deterioro. El abandono fue cerrando filas con la naturaleza, y la vegetación fue ocultando muros, escalinatas, canales, albercas y secaderos, el intemperismo destruyendo maderas y techos, llevando al olvido y reduciendo al silencio las evidencias materiales y espirituales de una cultura extraordinaria en aquel medio rural. No es hasta la década del 40 del siglo XX que surgen las primeras motivaciones encaminadas a la investigación de las huellas que dejaron los caficultores en la zona oriental. Varios profesionales e investigadores, cuyos nobles intereses convergieron en el Grupo Humboldt, irrumpieron en aquellos parajes y realizaron planos de ubicación, de levantamientos arquitectónicos y tomaron fotografías. El camino iniciado fue retomado a inicios de los años 60 por el investigador Fernando Boytel Bambú, miembro de ese grupo, con la restauración del cafetal La Isabelica y la creación allí de un museo representativo del ambiente doméstico y productivo de un cafetal francés del siglo XIX, que recuerda la presencia francesa en la Gran Piedra. En las décadas del 70 y el 80 otras entidades se sumaron al estudio e investigación de esta cultura en sus disímiles manifestaciones. Entre ellas la Casa del Caribe, la Facultad de Construcciones de la Universidad de Oriente, la Oficina de Flora y Fauna del Parque Baconao, la Facultad de Historia, también de la Universidad de Oriente, entre otras. Se realizaron limpiezas especializadas y sistemáticas a varios cafetales y se inició la restauración de la casa señorial de Fraternidad, en una acción conjunta entre la Oficina Técnica de Restauración y Conservación del Centro Provincial de Patrimonio Cultural, la Facultad de Construcciones de la Universidad de Oriente y el Grupo para el Desarrollo Integral de la Ciudad. El 30 de diciembre de 1991 fue declarado Monumento Nacional el conjunto de 94 asentamientos cafetaleros localizados en la provincia de Santiago de Cuba. Seis años más tarde se realiza la restauración de la casa vivienda y otros elementos componentes del cafetal Ti Arriba. Finalmente, el 29 de noviembre del año 2000 quedó inscrito en la Lista del Patrimonio Mundial el Sitio Cultural Paisaje Arqueológico de las Primeras Plantaciones Cafetaleras en el Sudeste de Cuba. Este hecho se produjo en el transcurso de la XXIV Reunión del Comité de Patrimonio Mundial de la UNESCO, que se celebró en Cairns, Australia, entre el 27 de noviembre y el 2 de diciembre de ese año. Este bien cultural localizado al sudeste de las provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo, fue inscrito atendiendo a los siguientes criterios: • Las ruinas de los cafetales de los siglos XIX y principios del XX en el sudeste de Cuba son un testimonio único y elocuente de una forma de explotación agrícola en un monte virgen, las huellas de estos han desaparecido en el mundo. • La producción de café en el sudeste de Cuba durante el siglo XIX y comienzos del XX tuvo como resultado la creación de un paisaje cultural único, ejemplificando una etapa significativa en el desarrollo de este sistema de agricultura. Esta decisión constituyó un reconocimiento de la humanidad a las evidencias de una cultura y de una forma económica singulares que incidieron no solo en las montañas orientales, sino también en la estructura de toda la sociedad de la región en la época. La alta distinción mundial contempla un territorio de 81 475 hectáreas con un área de protección de 35 900 ha, que representa parte de las provincias de Santiago de Cuba y Guantánamo y 171 testimonios de las antiguas haciendas cafetaleras en diferentes estados de conservación, de los cuales 139 se ubican en la primera provincia mencionada y 32 en la segunda. Es importante destacar que en el vasto territorio santiaguero estos antiguos cafetales están en distintos estados de conservación. Todos presentan singularidades especiales del sistema habitacional y/o productivo, destacándose unos de otros, precisamente por el valor exclusivo de lo que conserva cada cual. Aparecen, muchas veces, en medio de intrincada maleza, asombrosas jardinerías con muretes recreando variadas formas geométricas (San Juan de Escocia), numerosas arcadas que sostienen a distintas alturas, el acueducto que transportaba el agua hacia diferentes zonas de producción o a la vivienda (San Luis de Jaca, Fraternidad, La Idalia), hornos de cal (El Olimpo, San Luis de Jaca, La Isabelica), amplios secaderos que se extienden en terrazas (San Juan de Escocia, Visitación, La Idalia, Fraternidad), trazados de acueductos adaptados a la topografía, que son verdaderas obras de ingeniería (Tres Arroyos, Fraternidad); casas de vivienda y casas-almacén (Fraternidad, La Isabelica, San Sebastián, Ti Arriba), tahonas, casas de café, etc. La cultura material sobrevivida de aquellas magníficas haciendas cafetales en las estribaciones de la Sierra Maestra al este y oeste de Santiago de Cuba, levantadas en los comienzos del siglo XIX y hasta principios del siglo XX, representan el testimonio más valioso de la lucha del hombre frente a la naturaleza (en particular de los colonos franceses y haitianos), de su quehacer agroindustrial, de las genuinas expresiones culturales que allí vieron la luz, del esfuerzo, sudor y sangre de los africanos esclavizados que fomentaron la riqueza de aquellos amos.

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